Producciones Doboch. El pretexto de un alias para un reporte desde la ciénaga.
“Río está hondo, río está hondo,
me tiro y no llego al fondo,
me tiro y no llego al fondo”.
Francis. Sentimiento.
Ya en otras ocasiones he intentado abordar la naturaleza de Producciones Doboch y me disculpan si soy recurrente, pero ante un nuevo texto y un soporte menos efímero siento que debo reincidir. El origen se sitúa ante todo en la existencia de dificultades en el orden económico para la producción de obras. No es un caso exclusivamente cubano el que las instituciones de arte contemporáneo subsidiadas únicamente por el Estado padezcan de insolvencia infraestructural para asumir su dinámica creativa. Pero en Cuba es difícil tocar fondo en este tema porque unido a la carencia de presupuestos nos encontramos muchas otras, por ejemplo, la de voluntad para el diálogo y la gestión en este sentido. La arbitrariedad, desánimo e ineficacia con que proceden incluso aquellas instituciones diseñadas con este fin agravan la situación de esta zona del arte (y al más joven me refiero), demandante in crescendo y por ende costoso.
Una opción decorosa para estos artistas que aún no cuentan con una Galería o al menos con un dealer capaces de invertir en la producción de sus obras, podrían ser las becas; pero esa fatigosa y detectivesca aventura de pesquisaje, aplicación y espera de resultados, sobre todo en los terrenos de la -últimamente más- inasible Internet, es una alternativa real pero muy aleatoria con la cual no sugiero obsesionarse. Y créanme, si de algo estoy convencida es que cada vez son más los artistas, los proyectos por concretar, los espacios por conquistar y por tanto muy difícil encontrar paliativos para todos… pero también concurren un sinnúmero de engendros que en nombre de la cultura y sus más recientes apodos, absorben y lo (mal)gastan todo.
Estas y otras condicionantes animaron en un principio la idea de Producciones Doboch, pero no se trataba de un grupo (luego expondré algunas objeciones a los mismos) sino de la nomenclatura a un fenómeno, a una situación de la que no solo participamos los que la acuñamos de esta manera. Producciones Doboch aludía pues, al intercambio entre artistas, amigos, socios, etc., que permite diariamente la consumación de una obra. Más que a la reciprocidad intelectual, se refería al toma y daca muchas veces tecnológico (desde una cámara, un revelado, la realización de una serigrafía…) que presupone cualquier intento creativo; más que gestionar dinero, nombraba la voluntad de conocidos y no conocidos, puesta en intercambiar conocimientos y recursos para la producción del trabajo de cada uno de nosotros incluyendo a creadores fuera del circuito de las artes plásticas. Y no pretendía tampoco novedad (conozco de la existencia de equipos similares), mucho menos de una entidad tan seria y cerrada como suelen ser los grupos.
De modo que Producciones Doboch nunca se interesó por una estética grupal que predeterminase programática y conceptualmente la producción de sus artistas, aún cuando algunos han demostrado desplazamientos similares hacia zonas marginadas o periféricas en relación con el emplazamiento habitual de la praxis artística. Desde siempre existió cierto consenso, un estado de alerta o más bien rechazo ante las usuales estrategias que acompañan al fenómeno grupal, especialmente en el contexto cubano más reciente. Por citar algunas: los acelerados booms, provocados no solo por la autopromoción, sino por la manipulación de las instituciones que reconocen, amparan y a la larga controlan estas manifestaciones. Por otra parte no se hacen esperar los coqueteos o provechosas sumisiones por parte de los colectivos, y lo paradójico es que obras de carácter crítico, cuestionadoras de ciertos poderes también pueden caer en esta redada “generosa”, de quienes saben que cuando esto sucede dan al traste con nuestra creencia en dichas producciones. Observación ésta que extiendo hacia algunos artistas ya no tan jóvenes que nos han dejado boquiabiertos con sus contradictorias actitudes para con el arte, y más allá del mismo.
No obstante esta renuencia de Producciones Doboch a ser definido como un grupo, quiero detenerme en un aspecto que comparten los trabajos de los artistas que voy a tratar (porque grupo o no grupo a eso he venido) y que les diferencia de otras prácticas circundantes, aunque ellos no lo hayan fijado intencionadamente. Se trata de la tendencia a un tipo de obra de corte social, presta a la observación y el cuestionamiento de hechos cotidianos, aparentemente intrascendentes por el carácter que les imprime la periodicidad, la cercanía, y paradójicamente la ex profesa oscuridad en que se encuentran. Situaciones que una vez sacadas a la luz resquebrajan la unidireccionalidad de algunos discursos y relativizan argumentos que constantemente “engullimos” como axiomas.
No son éstas precisamente las preocupaciones más recurrentes de la plástica cubana por estos días. Quizás por un lado estén la censura y la autocensura, los temores de hacer un arte cubano estereotipado, local, contextual, las ínfulas de internacionalización y la avalancha tecnológica (que no veo que una cosa excluya la otra, pero para muchos al parecer sí) y por otro, los incipientes mecanismos de comercialización surgidos dentro de la propia institución cubana con la interpretación que sus oficiantes hacen de las supuestas necesidades de un mercado internacional. El resultado en mi opinión es una obra muy “sana”, enfática más en su visualidad que en su contenido al quedar éste resumido continuamente a un ingenioso chiste, sin conflicto para con esta zona de poder a la que muchos artistas han decidido plegarse incondicionalmente. Y volvemos al tema de las alternativas y realmente el artista cubano tiene en su territorio pocas, y todas, las mejores y las peores, implican renuncia.
Como es visible me cuesta evitar este tipo de comentario que se aparta un poco de mi objeto de análisis, pero no quise pasar por alto estas cuestiones debatidas constantemente en el espacio privado de nuestras conversaciones, asuntos que inevitablemente condicionan nuestra actitud ante el medio. Por otra parte es posible que estos puntos, polémicos por supuesto, sólo quedaran esbozados, pero siento que se trata de un terreno pantanoso, turbio, que al intentar penetrarlo puedes terminar hundido, atrapado tanto por la cadena de contradicciones que encuentras como por la falsa ilusión de poder llegar al meollo y regresar aún con aire para describirlo.
Ahora quiero detenerme en algunos aspectos de los trabajos de Henry Eric Hernández y Abel Oliva, realizados continuamente bajo lo que hemos dado en llamar Producciones Doboch. Los conflictos que en el plano de la recepción van teniendo estas obras y sus hacedores me han animado a las siguientes reflexiones.
Examinando la obra en vídeo de Henry Eric Hernández encuentro que ha circulado alternativamente dentro del ámbito plástico cubano, signada quizás por esa inclinación hacia lo preterido que respiran sus trabajos. Después de Controversia con el ghetto (1999-2000), única obra exhibida en un evento oficial y totalmente público como lo es el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, vinieron nuevas producciones. Bocarrosa (2000) y Almacén (2001), documentales en los que comparte la autoría con Iván Rodríguez, más Sucedió en La Habana (2001), pudieron ser vistos durante Copyright, y de ellos se apuntó: “otra vez asistimos a la disputa de la historia vs La Historia, donde la única alternativa posible de “happy end” reside en poner la cámara en las llagas de la oscura memoria insular, tratando de evadir lamentables veredictos terminales.” Son obras que “(…) le consagran su tiempo y espacios fílmicos a esos trasvestis que sin rencor se niegan al arrepentimiento, a quienes desconocen la privacidad de un hogar y, más que todo a los que prefieren sobrevivir en las calles entregados a la absoluta libertad de no tener nada” . Para la fecha de publicación de esta revista ya estará terminado un nuevo capítulo de Sucedió… que gira en torno a la prostitución; también otro trabajo, más apegado a la línea del documento histórico, que pretende rescribir la vida de una joven miliciana cienfueguera, cuyo nombre bautizó espacios sociales antes de su suicidio.
Es cierto que esa vocación por la crónica asentada en Henry Eric y sus últimos trabajos tiene la singularidad de no emitir evidentes juicios sobre las situaciones que enfrenta más que aquel que implica elegirlos como relatos posibles, llegar hasta sus protagonistas y dejarlos fluir. Ahora bien, a pesar de los crecientes procesos de imbricación del arte con otras prácticas no vistas como artísticas anteriormente y sus permutaciones con diferentes instancias del saber, existe una recepción que ante estas obras continúa apelando a caducas y restringidas definiciones del concepto de arte. De ahí que para no despojar a Henry Eric de su status artístico y otorgarle el de un mero reportero (de cualquier manera rara avis en nuestro contexto) algunos espectadores le exijan una toma de posición más profunda en su historia tanto en la forma como en el contenido (categorías muy a tono con este tipo de crítica); quizás ansían reencontrarse con la mano manipuladora que generalmente acompaña a este tipo de comentario social, como si no fuera ya violento penetrar estos espacios, estas zonas que aunque públicas y habituales, suelen vagar irrepresentadas.
Presumo entonces que Henry Eric no deposita su mayor interés y menos su finalidad en la aproximación estética a estas historias “menores” que contienen los documentales. Esta función del arte se desvela en ellos, pues bastante simple, casi mimética, de escasos artificios lingüísticos en la construcción dramatúrgica y en la edición, al tiempo que evita cualquier sobredimensión dramática y esteticista . Y es que toda su obra (documentales, intervenciones y hasta su reciente proyecto La revancha, 27 episodios para la historia de Cuba) se inclina más a los predios de la Sociología y la Historia. Desde una hacia la otra se mueve este artista, simplemente observa bien en el presente y se sumerge continuamente en el pasado; de ambos vuelve repleto. Pero se sabe cuán difícil es, con esta suerte de “patos feos” que resultan sus hallazgos, penetrar los marcos, solo en apariencia flexibles, de la institución Arte; qué decir de esos trenes blindados que son en nuestro entorno, aquellas sapiencias en mayúsculas.
A mi juicio La revancha… completa un ciclo importante en la obra de Henry Eric, pues en ella se condensa además de una parte poco conocida de nuestra Historia, una vasta recopilación del trabajo realizado en los últimos años . Sobre este proyecto aún en ejecución, nos dice: “Mi interés (…) se centra en la edición de una obra-libro donde observo, cuestiono y rehabilito sitios y sucesos –a mi parecer– puntuales en la historia de la nación cubana, en los que desde 1998 he venido desarrollando intervenciones artísticas a manera de terapia sociológica. A estos sitios les he llamado ghettos culturales: espacios construidos por una ideología y época determinadas, y luego transformados hasta quedar en el olvido o sumergidos en la decadencia cultural -entiéndase ideológica, económica, social -.”
Por su parte los trabajos de Abel Oliva también han padecido el descrédito receptivo, pero más que alguna cualidad en sus obras -raras veces los indiferentes piden ver obras-, la razón primaria de esta ignorancia ha sido su procedencia académica. El ser graduado de actuación en el ISA y no de la especialidad que se espera provenga un artista plástico, frecuentemente entorpece su dialogar en el medio. Bastaría intentar graficar la gestión burocrática (avales, reuniones, comisiones y finalmente hasta una rúbrica ministerial) que debería seguir el artista para conseguir un espacio donde exponer dentro del circuito de instituciones y galerías que conocemos, porque no basta la opinión supuestamente autorizada de un especialista de las mismas para concretar un proyecto, aunque extrañamente se animan a opinar. Y mucho menos intente, dicho creador, acercarse a aquellas instancias destinadas a la comercialización: en esas, aunque valdría más la pena por el espacio con que cuentan, el trámite es más escabroso. Pareciera que han leído literalmente a Arthur Danto cuando esgrime que arte es todo aquello que en un marco institucional se reconoce como tal; saboreando el carácter excluyente que llega a primera vista.
Repito que el arte y la teoría desde hace más de medio siglo abogan por la apertura, la contaminación entre géneros, el cruzamiento de lo diverso, en fin…, y acá (las universidades, las instituciones que rigen la cultura, la crítica, uno mismo) seguimos cerrando círculos, trazando límites, etiquetando procesos. ¿Conviene acaso ésta incoherencia entre tanta teoría postmoderna por un lado (discurso al parecer demagógico que inunda revistas, coloquios, mesas redondas etc.,) y por otro, el accionar totalmente moderno para sostener un sistema institucional más “hermético”, pero no menos obcecado?
Entonces bien podría Abel Oliva renunciar a su instrucción escénica ya que le trae tanto conflicto, pero no es por la vía de la negación que llegamos a la tolerancia. Su formación en un teatro experimental, antropocéntrico, de investigación más que de representación , le abrió las puertas hacia zonas fronterizas entre éste género y la plástica, singularizando sus incursiones en el performance, el happening o la propia intervención pública. En A la vuelta del Transvida (2000) se explicita este tránsito en su obra. Como un corregidor de escena el artista concibió, organizó y dirigió la acción; aquella “puesta en escena que convirtió al espacio público en vigía de cada una de las vidas de los ancianos que revivieron el pasado en la medida que bailaban un danzón sobre las huellas inertes del recorrido del tranvía” . Pero el show provocado, por demás raro en un contexto que tiene por norma otro tipo de meeting, era sólo un fragmento del proceso concebido. Para Abel y su actual metodología de trabajo este tipo de obra deviene casi siempre objetual, y aquí es donde se impone la presencia del espacio galerístico; ya no como instancia legitimadora y aurática que suelen ser las salas de exposiciones, sino por su necesaria existencia física para instalar la pieza y dialogar con ambos (obra y espacio) al mismo nivel.
Un diagrama similar recorre Este solo sabor inunda el cielo (2001). Ahora se detiene, más que en la amenazada memoria colectiva, en un incidente reciente que en cambio atenta contra algunos residuos de espontánea resistencia que alberga la nación. Otra vez recurre al espectáculo, aquí devenido ritual, mas se trata de una falsa liturgia, mera representación en la que el artista revela de manera consciente la ingenuidad y el absurdo de ciertas ilusiones y utopías depositadas en las prácticas artísticas o culturales. El simulacro terminó con la increíble consumación de lo que Abel imploraba en su rito, la lluvia, y la metáfora de vida que la misma suponía para los habitantes del sitio se deshizo nuevamente; no basta la abundante afluencia de un elemento cuando otros tantos que ya no dependen de natura, son negados diariamente.
Con Los chicos felices de Robin Hood (2002-2003), Abel Oliva retoma su interés por fenómenos relacionados con problemáticas sociales del contexto cubano actual; situaciones que enrolan, casi sin escapatoria, a una gran masa ciudadana, acuñándole hábitos que definen identitariamente el comportamiento social. A partir de una fase interventiva en la que el artista documenta sonoramente los pregones que gritan los vendedores ambulantes por diferentes barrios de La Habana, el proyecto progresa de la crónica sonora a la instalación y de ésta a la producción de una serie de serigrafías que Abel pretende comercializar al precio del producto que la misma contiene representado. Ésta revalidación de una tradición sonora considerada por algunos estudiosos cubanos como elemento de valor folklórico y etnológico, extinguido como consecuencia del desarrollo social, cobra su mejor expresión en la manera que ha sido concebida para la exhibición, pues recurre a la traspolación de un fenómeno propio de la periferia a una zona céntrica y concurrida de la capital, donde usualmente no sucediera este tipo de incitación al intercambio comercial, o por lo menos el referido a estos productos, y donde además fuera inadmisible la irrupción de sus llamados chicos felices. “Me interesa -dice Abel- el extrañamiento que pudiera provocar en el público esta sustitución de lo abiertamente legal por lo consabidamente ilícito. Supongo una recepción confundida ante el desplazamiento espacial de la experiencia que protagonizan cotidianamente en sus hogares, ante el dudoso derrumbamiento del límite entre lo permitido y lo prohibido.”
Es en este depósito de expectativas en el público siempre activo que exige Abel Oliva, que Los chicos felices… se enlaza con sus obras anteriores. Y podría ser a la vez una de las tantas características distintivas entre estos trabajos y los de Henry Eric Hernández, casi siempre tendientes, aún en las intervenciones públicas, a un entorno más privado, desde la confesión de un trasvesti, la ritualidad de una exhumación o la queja de un homeless. Bienvenidas sean estas y otras diferencias, contrastes, oposiciones…, pues anuncian que hay modos infinitos de hacer seriamente el arte, aún cuando nos movemos sobre su peligrosa ciénaga, amparados bajo el mismo y apetitoso alias: Producciones Doboch.
Giselle Gómez Pérez & Producciones Doboch
Verano del 2003.
(Publicado en: Arte Cubano, Nº 2-3, 2003.)